No suelo entrar en estas disquisiciones, en estos medios electrónicos, pero me gustaría dejar aquí plasmado el domingo que viví ayer, un domingo como cualquier otro en Montevideo.

Arrancó temprano en la mañana, con una falsa alarma en el trabajo de mi viejo que me hizo recorrer unas cuadras de la ciudad a esa hora en que los restos de la noche y algunos zombies aún deambulan por allí. Por suerte no fue nada y pude dormir una siestita hasta el mediodía, justo para ir con mi amigo Antonio a la Feria de Tristán Narvaja (uno de los mercados callejeros más grandes del país).

Antes, nos dimos un paseo por la Feria del Libro Independiente y Alternativo que justo estaba ocurriendo en el Callejón de la Universidad y luego sí, nos adentramos en ese mar de hormiguitas que recorre sin sentido los puestos de la feria y varias calles a la redonda. Disfrutamos como siempre –aunque sin mate– de la diversidad, de los aromas, de las rarezas de la feria. Compramos algo de queso y longaniza en aquel puesto donde Manuela, Viviana y alguna otra amiga deleitaba su mirada con el vasco de nariz afilada.

Ya nos dió el viejazo y la urgencia de volver a cocinar algo, y emprendimos retorno; pero ocurrió algo muy divertido. Nos quedamos como media hora intentando resolver unos juegos de ingenio con un simpático artesano-mago que logró arrancarme algunas cuantas carcajadas. Cuando volvimos a casa y ya estaba Yalani casi a punto de comer. Cociné algo al vuelo y me senté con ella y comimos y conversamos de las miles de cosas que nos inquietan: Nicaragua, Uruguay, el amor, las miserias de la vida, la esperanza, la magia, etc..

Luego me pasó a buscar Bruno y su compañera para ir a una reunión: la dejamos a ella en la Feria del Libro y seguimos camino donde nos encontramos con Adrián y Miguel, para seguir avanzando en la cooperativa de trabajo en soluciones libres. Hablamos de miles de ideas y proyectos: sobre producción de electricidad, fabricación de casas y otras construcciones, sobre formas de trabajo y sobre desarrollo de software. Acá si, ya apareció el primer mate del día.

Terminamos la reunión y nos fuimos a La Terka, donde se proyectaba una película con merienda compartida. Allá estaban Irene, Alba, Natalia y llegaban Mateo y Lucía con sendos recipientes llenos de cosas ricas para compartir. Me dio como un calorcito verlos llegar. Estuvimos un rato en la vereda conspirando y charlando nuevamente sobre todas estas locuras que nos interesan, mientras disfrutábamos de pipas, palomitas y grapa con butiá. La película que se proyectó fue «El hombre del al lado»: al principio me impresionó un poco e incluso me impactó el final, pero luego me hizo reflexionar y volver sobre ella una y otra vez. Sobre los malentendidos, las mezquindades y la cuestión de la clase social; incluso sobre el concepto de justicia.

Luego de la peli, me sumé al equipo Mateo-Lucía y los acompañé unas cuadras. Los tambores ya habían hecho la mitad del recorrido. Como justo pasamos por frente a lo de Ana, pasé por su casa y la invité a venir a mover las caderas compartiendo el resto de la grappa. Ella había cocinado un delicioso guiso de lentejas y me invitó a cenar, pero le dije: «mejor vamos ahora a los tambores y cenamos a la vuelta».

Allá fuimos y nos comenzamos a encontrar: con Natalia y con Ezequiel y nos tomamos unos mates; luego convidamos con grappa y seguimos camino. Fuimos recorriendo ese espacio humano de compartir, que se genera mientras los candomberos descansan y vuelven a templar sus lonjas. Cosas ricas para tomar, de comer y fumar, recorren manos dedos y bocas, y van pasando de persona a persona. En esta etapa es fundamental la rueda de de capoeira que mantiene a gran cantidad de gente expectante y disfrutando.

Allí justo en la capoeira, nos volvimos a encontrar con Yalani que ahora estaba con Delfina, Carolina y Francisco (Rialengo). Se nos fue acabando la pequeña petaca de grappa y también la capoeira, mientras conversábamos de Fado y otras maravillas. Pactamos una cena Nicaragüense en casa.

Con Ana, nos volvimos a separar de ese grupo y ahí sí nos metimos en «la terapia del tambor». Así es como llamo a este encuentro de decenas de personas bailando sonrientes, en silencio, reflexivas, o gritando eufóricas, que hace que el domingo transcurra en colectivo y con calor, incluso con 10 grados de temperatura. Bailamos durante largo rato mientras recorríamos la calle Isla de Flores. Miradas, sonrisas, abrazos…

El cierre de esto que también algunos denominan «llamada silvestre» es impresionante. El último tronar es conmovedor. Quedamos todos cansados. Suelo imaginarme el cansancio de aquellos que tocan moviendo sus brazos y golpeando sus manos durante largo rato y cargando un gran tambor durante todo el camino. También de aquellas que bailan delante de los tambores moviendo firmemente sus caderas durante todo el recorrido. «Sudar tanto te renueva» dijo alguien por ahí.

Como sin querer, nos cruzamos con Fredy que dijo «justo contigo Lupa me quería encontrar»: y presentó una botella de vino casero, de su propia creación. ¡Que delicia! Me contó cómo lo hizo, y hablamos de futuros planes y de mi posible participación en la creación tanto de vino, como de grappa casera.

Yo había aceptado la invitación de Ana de cenar juntos y de pasar por lo de Pablo y Efuka, así que nos dirigimos hacia allí, mientras nos cruzamos con muchos jóvenes charlando, riendo, descansando, disfrutando y tomándose fotos.

Al entrar en lo de Pablo, estaban jugando al «tuti fruti» con Mateo y Lucía, y estaban cocinando unos «chorizos a la estufa a leña». Nos invitaron a cenar, pero yo con mi cuadradez dije: «no da para caer así y cenar. No estamos contados». Y dijeron con cariño: «siempre calculamos un poco más por si cae alguien». ¡Que lindo! En una escapada recuperamos el guiso de Ana y armamos la picada de choris, choclo y boniato y por supuesto guiso también. La verdad que estaban todos tan lindos, que daban ganas de acomodarse en el sillón y quedar dormido junto a Mateo. Pero sin-razones que no caben en este relato y la decisión de algunos dioses me hicieron seguir camino una vez más.

Ya eran casi las 11 de la noche y cualquier hijo de cristiano hubiese vuelto a su casa. Pero como en realidad no soy religioso, y sabía que Antonio, Yala, Delfi y compañía estaban también cenando, decidí hacer el último paseo de la jornada. Tenían un vinito blanco y otros menesteres, y estaban charlando de música y otras cosas divertidas mientras terminaban de cenar.

Nos pusimos charlar de muchas muchas cosas que ya ni recuerdo, de bicicletas, inseguridades, choques, música, poesía y países. Recuerdo que llegamos a hablar de Delfín Quishpe, y de lo que de ahora en más considero una de las artes más prestigiosas: la antirrima (concepto lupiano). Alguna gente de la barra no conocía el tecno-folklore andino y fue todo un descubrimiento. Hablamos de Silvio Rodríguez, de su grandeza y su amargura, y también hicimos la historia actuada de Amaury Pérez junto con Antonio: fue terapia de la risa.

El truco fue que teníamos la bebida más dulce y la más amarga y un postre totalmente antagónico también: bombones y naranjas. Y además la mejor combinación: uruguayos, nicaragüense, costarricense y un italiano-napolitano (y si sumamos todo el domingo se agregan Catalunya, Portugal, Congo y un largo repertorio internacional).

En cierto momento Francisco se puso a cantar. ¡Qué impresionante! Hasta logró que yo cantara una canción casi entera. Interpretó varias de sus hermosas canciones y además una del Perro Zompopo, que se llama Entre Remolinos. La que más me hizo estremecer, fue Para no morirme.

Luego Carolina también nos cautivó con la calidad de su voz. Irrepetible, intransmitible, impresionante. Como si fuera poco, Delfi tomó el teléfono y llamó a Linda Briceño –y no es broma– que cantó en vivo para nosotros. Era como una especie de sueño alocado y musical.

Hasta que «los dedos implacables que dan cuerda al reloj», hizo su jugada y fuimos quedando cuatro. Fue ahí cuando Antonio propuso congelar el momento y quedarnos congelados; luego cambiar de postura y quedarnos de nuevo congelados; y así sucesivamente. Le llamó teatro espontáneo, y se convirtió en otro momento de la terapia de la risa. En realidad, nos despedimos con dolor en la panza de tanto reir.

Salí caminando hacia casa, pensando: este sí fue un domingo como cualquiera… (Juancho diría: «¡qué lindo está Montevideo!»)

PD: Hoy lunes tengo todas las energías puestas para ir al Senado a defender la libertad de tus nietos, la libertad en la era del Capitalismo Cognitivo.


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